jueves, 5 de noviembre de 2009

lunares

Mía se despertó con los primeros rayos de luz que entraban por la ventana. Era temprano, estaba cansada, pero estaba feliz. Dormía desnuda tapada con las sábanas. Hacía frio así que con la leve luz de la mañana buscó algo para ponerse. Su mano rozo su espalda. Él estaba allí. Se alegró de que no se haya ido a la mitad de la noche como otras veces. Se alegró de haber echado a Lara la noche anterior, para así él podía pasar toda la noche allí. Era lógico, pensó Mía, después de lo que pasaron, ella no podía permitir que se cruzaran. ¿Qué pasaría si aflorara un intentó de amor nuevamente? No, él era de ella. Le pertenecía. No podía permitirse perderlo.
Se puso el camisón mientras observaba su espalda. Y sintió como su maldad afloraba como tantas otras veces. Se sonrió y sentó en la cama a mirarlo y jugar con su piel. Recordó el dolor que había sentido y luego el placer que sintió aquel día en la estación de trenes. Mía recordaba cada detalle. Como estaba vestida, que color de pelo utilizaba en ese momento, como lo tenía recogido, el poco maquillaje que ella solía utilizar. Mía recordaba cada uno de los mínimos detalles que describían a Lara ese día. Y volvió a sonreírse.
La recordó caminando sola por la estación de trenes. Con su paso lento y sin aquel salto alegre que era habitual en ella. Sabía que no iba a llorar allí frente a ellos, pero le llamo la atención que nunca la haya sentido derramar ni una sola lágrima.
La conocía a Lara desde que eran pequeñas. Se había regido siempre por la idea de “los opuestos se atraen”, justamente ellas eran así, opuestas. Una era el agua y la otra el aceite, desordenada Lara, ordenada Mía. Libre una, rígida la otra. Extremista, centrada. Miedosas las dos con la diferencia que una no lo admitiría jamás. Todos se preguntaban el porqué habían decidido vivir juntas. Ninguna de las dos podía explicarlo. Sólo lo hicieron por necesidad, por que se llevaban bien, porque ninguna de las dos dijo que no.
Mía contaba las pecas en su espalda, que no era suya, pero sentía suya. Como si toda la vida le hubiese pertenecido, como si nunca le hubiera pertenecido a otra persona. Mía estaba entregada a él y a su espalda. Él estaba entre dormido, entre despierto disfrutando de las caricias suaves de aquellos dedos helados tan diferentes a los que había sentido antes.
Un portazo. Ambos conocían esos pasos en forma de salto y esos zapatos sin taco que golpeaban el piso. Golpeo la puerta con la palma de la mano, torpemente como solía hacerlo. “Mía, son 17, tenemos que hablar”  
         (otro comienzo... veremos)

2 comentarios:

  1. ¡Uf!

    Esta historia promete; aquí quedo esperando...

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  2. Canela: usted siempre dejándonos así, con esa intriga clavada como un lunar que pretendemos seguir viendo.
    Siempre es un gusto pasar por aquí.
    A sus órdenes, como siempre.

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