sábado, 31 de octubre de 2009

Preguntas

Doscientas personas esperando ser atendidas en el banco. Ni una más ni una menos. Doscientas personas con un papel en la mano que esperaban ansiosas su turno frente a una pantalla de dos por cuatro, con números colorados. Cada vez que la máquina emitía un 'tintun' (un tanto agudo y bastante molesto, por decir) las doscientas personas (luego la ciento noventa y nueve, las ciento noventa y ocho y así sucesivamente, se entiende, ¿no?) levantaban la cabeza esperando que su número salga sorteado.
Lara también esperaba. Muy bien no sabía qué. La noche anterior había dormido en la casa de la amiga del amigo ya que su compañera de cuarto estaba con una 'visita' (se comprende cuál era el sentido de la misma) y prácticamente la había echado. Y ella, para no romper la costumbre, acepto irse sin poner resistencia. Y a la mañana siguiente, sin siquiera preguntarle, la levantaron del sillón en donde dormía, para irse al banco.
De un minuto para el otro se encontraba caminando por las calles de Buenos Aires. Bajando por Corrientes, casi a la altura de Suipacha, se preguntó si lo pasaba bien haciendo todo lo que hacía. Ya  casi llegando a Florida descubrió que, definitivamente, ya no le agradaba tanto vivir de esa manera. Ya no le parecía tan divertido caminar bajando por Corrientes a las once de la noche, sola y con un frío de morirse.
Para ser completamente sinceros a Lara ya le resultaba bastante pesado eso de tener que irse a ningún lado cada vez que Mía quería dormir acompañada. Como si fuera poco, Lara conocía a ese otro con el que Mía dormía noche por medio. Sospechaba quién era y ya la sospeche estaba comenzando a ser tal para convertirse lentamente (o no tan lento) en una seguridad. Sabía por qué debía marcharse.
Él entraba en la casa con su propia llave e invadía todo con su perfume habitual, al que ella estaba tan acostumbrada. Sus ojos negros miraban todo con desdén y descubrían hasta las más mínimas desprolijidades de la casa y comenzaba a arreglarlas. Lara siempre odió que haga eso (sus des prolijidades y eran prolijas para ella). Siempre odio que todo fuera a su modo, una y otra vez. Todo en su orden, en su momento, de la manera que él quería. Comenzó a preguntarse si era feliz escapando. Si le gustaba esconderse para que él fuera feliz. (...)

[solo una idea. solo una idea]

viernes, 23 de octubre de 2009

Mía

Su nombre es Mía. Un nombre dulce en una persona amarga cual café sin leche y bastante cargado. Un nombre que no combina demasiado bien con su persona. Los hombre (y hasta varias mujeres) se enamoran de sus ojos grises, de su cabellera castaña de rulos pronunciados, de su nariz pequeña en su angulosa cara. De los labios grueso que pronuncian palabras dura en un tono dulcemente acido.
Pocas personas conocen a Mía como yo. Mía es una niña cruel (y me atrevo a decir niña, por que la conozco mucho más de lo que ella quisiera). Crece de cuerpo y su pensamientos siguen siendo infantiles. Se mete en una cueva pequeña hecha de miedos y temores que no quiere que nadie conozca.
Desde el primer día en el que Lara y ella se encontraron frente a frente en las vías del ferrocarril, Lara lo sabe. Lo descubrió con apenas pispearle el escote y los guantes que cubrían sus manos. Desde la primera vez en la que cruzaron sus miradas Lara sabía la verdad. Mía es muy cruel. Conoce a quien esta a su lado, como quien conoce a su enemigo. Se acerca agazapada esperando a atacar. Se acerca esperando el momento en donde su golpe sea más fuerte.
En donde el dolor sea más hiriente y las palabras sean sólo susurros en la noche. Los mira a los ojos. Los mira y recuerda el dolor que un día sintió. Recuerda y con sus finísimos dedos busca las palabras exactas en su bolso y comienza a escupirlas. Una por una. Una tras otra. Lentamente observa la manera en la que el otro se va a consumiendo en el mismo dolor, en la misma lastimadura; en donde ella juega con sus uñas esculpidas.
Mía definitivamente es cruel. Cruel como un rayo que interrumpe el día, durante el verano. Mía disfruta de su crueldad. Se aleja sonriendo mientras el otro llora de dolor. Mientras el otro grita pidiendo compasión. Se aleja lentamente con sus piernas largas y pies pequeños, mostrando una única sonrisa en su cara.
Lara y Mía se conocieron de la manera más extraña. Ambas esperaban a la misma persona en la estación de tren. Un muchacho igual a Mía. Igual a ella. Con un miedo terrible a lo que va a pasar. Un miedo increible al dolor. Un niño en el cuerpo de hombre que se niega a enfrentar la verdad. Al igual que Mía, él teme ser lastimado.
Y caminando lentamente por la estación de trenes es que llegó. Asi acercó sus labios a los de Lara. Unos pegados a los otros, en un beso apasionado para uno, de rutina para el otro. Lara se alejó. Mía observó sus guantes negros en sus finas manos y se sintió estúpida esperando a un hombre que besaba a otra. Cerró sus ojos, ya buscando las palabras exactas para dar el golpe. En ese momento él se le acercó y puso un dedo sobre sus labios. Le secó las lagrimas. Lara estiró su mano, esperando que él volviera. Mía le sonrió. Lara ya conocía a Mía. Sabía cuando ella sonreía. La había visto por primera vez apenas unos minutos atrás y ya la conocía de toda la vida. Lara caminaba lentamente, no sonreía. Lara había sido lastimada y se alejó sin más palabras. Era inmune al dolor.

miércoles, 21 de octubre de 2009

hadas

(a ver qué sale • • •)
Era aún pequeña. Se movía lentamente entre los árboles. Tenía alas de color anaranjado. Corría entre las hojas y buscaba una señal. Algo que le permitiera saber que estaba en lo correcto. Los colores cálidos invadían su mirada y seguía sin ver. Un resoplido. Fuerte, seco, cansada. Cierra sus ojos y los abre. Un instante de segundo y allí estaba. Pequeña como una nuez, liviana cual pluma. Un par de alas azules con corona hecha de flores. Unos ojos rasgados, temerosos y sin pupila, que la miraban.
Lucia cierra un ojo y se mira la nariz. Admira la belleza extraña de aquel ser. En cuanto intenta hablar ya desapreció. Se da la vuelta y no la ve. Espera quieta en el lugar una hora. Dos horas. Tres. La noche comienza a apoderarse del bosque y comienza a tener miedo. Crujen los troncos y se dicen frases que aún ella no podía comprender. Lucía se queda quieta, cierra los ojos y ve una luz entre árboles. Los abre y la deja de ver. Los cierra nuevamente y ve como la luz se mueve entre las ramas. La sigue, comienza a treparse, los ojos bien cerrados y ve todo a la perfección. Siente la madera dura bajo sus pies que la sube hasta la cima.
Y la luz desaparece. Lucía abre los ojos y allí la pequeña niña de alas azules le besa la nariz y le señala las flores rosadas. Con cara asustada el hada de alas azules le muestra el campo de cerezos. Una pequeña mancha de luz corre entre las flores. Una luz es perseguida por un manchon violeta que se apaga en la noche.

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