lunes, 25 de enero de 2010

Las una y mil.

Era de noche. Muy tarde. Estaba tratando de conciliar el sueño. Entre una cosa y la otra, su cabeza no dejaba de pensar en tres cosas: no llegar tarde a la terminal, comprar protector solar, que lo iba a extrañar. Mientras esas cosas se mezclaba en la cabeza, de a poco le comienza a quedarse dormida. Muy de a poco. Su cuerpo se relaja, los brazos y las piernas débiles, las mejillas sueltas. Los ojos se le cierran y se dejan llevar por unas ideas que comienzan a rozar el inconciente. Y suena. Los ojos se niegan a abrirse. Los brazos se niegan a acercarse al aparato y tomarlo. Con todo su cuerpo se acerca al móvil y lo mira. Número desconocido. ¡Bah! No desconocido. Lo conocía muy bien. sabía quien era. Se daba cuenta que era un número que ya había borrado hace tiempo de sus contactos. Que quería olvidar, pero agradecia recordarlo, para que no la tome desprevenida. El aparato seguía sonando. Ella, con los ojos achinados, veía la luz blanca que el celular daba a la habitación. Queía desprenderse de él. Quería cortarle. Quería dejarlo sonar y que se canse. Quería olvidarlo. ¿Con qué fin? ¿Con qué gracia?
Lara hacia tiempo que había dejado de ser Lara. Ya no era más Lara. Era más grande, había entendido las cosas que le había susurrado al oido. Había visto las idioteces que había cometido. Se daba cuenta de muchas cosas. Y no volvería a caer en el mismo pozo. No de vuelta. Había caído y levantado entre 3 y 4 veces. Una tras otra. Y la última ella salió y tras un grito ajeno, afuera la esperaba una mano. Y la tomo. Y se olvidó. Y se volvia a acordar de vez en cuando, hasta que un día se olvidó de todo (de todo y de nada se olvidó) Y confió de vuelta. Y dejo de ser Lara. O al menos esa Lara. Aquella Lara. Una de las Laras. Las mil y una Laras. Ella es Lara. Sin Mía. Lara.

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